Escultura de Barro en Alto Relieve

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Rafael Carralero
 
 
Reiteradamente he hablado de la consagración de Milo a la creación plástica, probablemente muchos de los que han leído esos trabajos anteriores hayan desestimado el término consagración, tal vez porque no entendieron, que en gran medida en ello consiste el éxito de un artista. Parece obvio que toda actividad profesional requiere de consagración para crecer en su esencia misma, pero ninguna acción humana la requiere tanto como la creación artística.
  Milo es un auténtico consagrado, quienes hemos tenido el privilegio de observarlo de cerca y seguir el desarrollo de su discurso creativo, sabemos que difícilmente no encontraremos un artista tan vehemente, tan dedicado a su obra, tan obstinado en la búsqueda y, en consecuencia, tan coherente con un proyecto expresivo cada vez en ascenso.
   Por razones de amistad, de convivencia intelectual y por haber compartido prácticamente el mismo espacio durante algunos años, he sido testigo excepcional de esa vehemencia creativa, de esa consagración febril y de los saltos progresivos de un artista que viene del diseño gráfico, que se interna en la pintura y echa a andar una visión plástica que tiene sus concreciones iniciales en los acrílicos, donde le da vida a figuras que alguna vez definí como criaturas del agua, porque parecieran duendes, almas que desde otra dimensión nos contemplan y conviven con nosotros a través de las aguas cristalinas.
   Aquellas criaturas hermosas, sin definición genérica muchas veces, nacidas de la imaginación del artista, un día fueron adquiriendo volumen;  saltaron del acrílico para invadir el terreno de la cerámica. Los mismos rostros, aquellas expresiones a veces enigmáticas, sugerentes, atrevidas, desbordantes de un lirismo, tomaron vida en el barro. En aquel instante, Milo tuvo la certeza de que había llegado al punto intuido, buscado durante muchos años, anhelado como si se tratara de algo perdido en algún momento de su infancia o en algún reacomodo de sus ancestros. La tierra, el barro era el inicio y el fin de una carrera por la conquista de un medio expresivo que no abandonaría jamás.
  A partir de aquí el desafío no fue menor, por el contrario; la conquista se volvió obsesión, el hallazgo lo condujo a la consagración total y el discurso se volvió cada vez más complejo, exigente y a ratos doloroso, porque Milo crea sobre el rigor que persigue a todo artista verdadero, el que impone la necesidad de encontrar nuevas formas y nuevos conceptos.
   Las criaturas del agua se tornaron de la tierra y del universo, el plano metafórico se enriqueció cada vez, aparecieron imágenes hermosas, el volumen y la línea armonizaron, tal cual ocurría con el color y la línea en la pintura. Ahora la textura partía de propuestas escultóricas que exigieron la alternancia de técnicas convencionales y las nuevas que fueron apareciendo en esa incansable incursión sobre el barro.
   En la cerámica artística Milo no ha hecho concesión alguna, no ocupan un minuto de su tiempo las peripecias artesanales, se finca cada día en su afán de unir sus dotes de pintor, con la de escultor y la de dibujante. Brillan en su labor unos conjuntos donde las figuras han ido transitando de las apariencias enigmáticas que venían de los acrílicos anteriores a criaturas que sugieren dignidades aborígenes, entidades divinas y luego bailarines, imágenes un tanto rituales que se integran en acabado que incluye los marcos donde el artista suele exhibir sus piezas.
   El Rakú, la técnica preferida por Milo dentro de la diversidad en las que puede ser concebida la cerámica, pareciera ajustarse de manera perfecta a su proyecto,  a su estilo personalísimo. Forma y contenido, cosas que no siempre logran armonizar los artistas de las artes visuales, son virtudes que se acoplan en la obra de este artista. Ese estilo, donde la perfección de la línea que adquirió en su etapa de diseñador toma en la cerámica una dimensión peculearísima, se ha vuelto inconfundible, enriquecido por una metáfora poderosa y una capacidad de modelar cada vez más sensible.
   Esa metáfora suya, que una vez apareciera en aquellas figuras enigmáticas y placenteras que acudían a nosotros a  través de las aguas, sigue siendo esencial en la obra de Milo, sólo que por esa evolución constante, ahora la podemos encontrar en seres que visten un ropaje y exhiben un movimiento que las identifica con las rumberas, con las bailarinas de origen africano, caribeñas del folclor y la danza, alta expresión del ritmo y movimiento que son esencia del lenguaje escultórico y constante en estas culturas nuestras de baile y fuego, de magias y colores.
   Aun cuando los tiempos no son propicios, y las crisis nos abaten sin compasión, el arte bueno es fiesta, esperanza y refugio para los que soñamos con un mundo mejor. En este plano de los sueños y la esperanza, como un canto al futuro, se inserta la obra de Milo.
    
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